
Odio las llamadas con las típicas conversaciones superfluas, esas de:
Hola, ¿qué tal?
¿Qué hora es allá?
¿Cómo está el clima?, y cosas por el estilo...
Odio al perro de mi vecina, y a mi vecina.
Odio a mi odontólogo y él lo sabe.
Odio las listas y clasificaciones y, sin embargo, todos hacemos uso de ellas.
Odio los días lluviosos, como hoy, en los que tengo que salir.
Odio los días soleados cuando mi alma está en pena.
Odio a los padres que se olvidan de sus hijos,
los que ni siquiera se acuerdan de cuántos años tienen
o de qué año hacen en el colegio.
Odio los hijos que de mayores también hacen algo parecido.
Por momentos, odio mi carrera y me odio a mí misma
por no dar un paso adelante,
pero tampoco un paso atrás.
Odio que irrumpan en mi "espacio" personal.
Odio las generalizaciones y, sin embargo, todos las hacemos.
Odio ser mujer y vivir en este siglo
Odio ir de compras y comprobar que nada me queda bien -sí, las delgadas también
tenemos nuestros problemillas-.
Odio sonrojarme por todo y sin razón.
A veces odio los periódicos, pero terminaré trabajando en uno.
O igual no, quizás en una radio.
O igual no, y termino en el paro.
Odio los 31 de diciembre sin mi casa ni mi jardín.
Odio la legalidad y todo aquello que te dice "tú eres de aquí y tú no",
preferiría que todo fuese como dicen en El Paciente Inglés:
"Nosotros somos los países auténticos, no las fronteras trazadas
en los mapas con los nombres de los poderosos", o algo así, no recuerdo bien.
Odio los que miran por encima del hombro.
Odio la injusticia, pero ¿quién es totalmente justo en esta vida?
Odio que los niños tengan que vivir en la calle, que no puedan tener una
infancia como la que hemos disfrutado nosotros y que tengan que prostituir
su cuerpo y su alma por culpa de otros.
Y odio muchas cosas más.
Sin embargo, no me estoy matando uno con otro ni hago guerras por ello, porque son muchísimas más las que me alegran el día y me hacen continuar de pie.
O me ayudan a levantar cuando me he caido, pero ahí están.
Tanto odio y tanta guerra, ¿para qué?
La respuesta debe ser divina y quizás un ser terrenal como yo no la comprenda,
pero, por favor, si alguien la entiende que, al menos, haga el intento de explicámela
a mí también.
Y, ¿qué adoro?
Hola, ¿qué tal?
¿Qué hora es allá?
¿Cómo está el clima?, y cosas por el estilo...
Odio al perro de mi vecina, y a mi vecina.
Odio a mi odontólogo y él lo sabe.
Odio las listas y clasificaciones y, sin embargo, todos hacemos uso de ellas.
Odio los días lluviosos, como hoy, en los que tengo que salir.
Odio los días soleados cuando mi alma está en pena.
Odio a los padres que se olvidan de sus hijos,
los que ni siquiera se acuerdan de cuántos años tienen
o de qué año hacen en el colegio.
Odio los hijos que de mayores también hacen algo parecido.
Por momentos, odio mi carrera y me odio a mí misma
por no dar un paso adelante,
pero tampoco un paso atrás.
Odio que irrumpan en mi "espacio" personal.
Odio las generalizaciones y, sin embargo, todos las hacemos.
Odio ser mujer y vivir en este siglo
Odio ir de compras y comprobar que nada me queda bien -sí, las delgadas también
tenemos nuestros problemillas-.
Odio sonrojarme por todo y sin razón.
A veces odio los periódicos, pero terminaré trabajando en uno.
O igual no, quizás en una radio.
O igual no, y termino en el paro.
Odio los 31 de diciembre sin mi casa ni mi jardín.
Odio la legalidad y todo aquello que te dice "tú eres de aquí y tú no",
preferiría que todo fuese como dicen en El Paciente Inglés:
"Nosotros somos los países auténticos, no las fronteras trazadas
en los mapas con los nombres de los poderosos", o algo así, no recuerdo bien.
Odio los que miran por encima del hombro.
Odio la injusticia, pero ¿quién es totalmente justo en esta vida?
Odio que los niños tengan que vivir en la calle, que no puedan tener una
infancia como la que hemos disfrutado nosotros y que tengan que prostituir
su cuerpo y su alma por culpa de otros.
Y odio muchas cosas más.
Sin embargo, no me estoy matando uno con otro ni hago guerras por ello, porque son muchísimas más las que me alegran el día y me hacen continuar de pie.
O me ayudan a levantar cuando me he caido, pero ahí están.
Tanto odio y tanta guerra, ¿para qué?
La respuesta debe ser divina y quizás un ser terrenal como yo no la comprenda,
pero, por favor, si alguien la entiende que, al menos, haga el intento de explicámela
a mí también.
Y, ¿qué adoro?
Por ejemplo, la palabra zaguán:
(Del ár. hisp. istawán, y este del ár. clás. usṭuwān[ah]).
1. m. Espacio cubierto situado dentro de una casa, que sirve de entrada a ella y está inmediato a la puerta de la calle.
Esa palabra que me recuerda las tardes en mi país cuando estudiaba arte y veía las grandes casas coloniales del estado Falcón. Días de incertidumbre, donde admiraba casas con un enorme zaguán y esas ventanas a través de las cuales era posible descubrir cuanto mundo y vida pasara frente a ellas: la Casa de las cien ventanas o la Casa de las ventanas de hierro.
Y, sin ir más lejos, los relatos de Antonia Palacios sobre esa chiquilla curiosa y extrovertida que un día se da cuenta de que es ya una mujer.
Los niños en la placita cantan:
arroz con leche me quiero casar
con una viudita de la capital...
Pero Ana Isabel no puede mirarlos. Está de pie con los ojos abiertos, junto a la ventana, pero no puede mirarlos. Un velo de lluvia, menuda lluvia de lágrimas, los envuelve, los aleja [...] De la copa de la ceiba caen lentos, blancos copos como de nieve, nieve de recuerdos y de nostalgias. Tras la fina lluvia de lágrimas, tras la reja, Ana Isabel los mira caer...
Ana Isabel, una niña decente de Antonia Palacios
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