Dentro de cada persona cuerda hay un loco luchando por salir a la luz.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Si nos quedamos en tinieblas...

Las cerillas esperaban en su cajita para ser encendidas; resguardando la ventana de pintura ya desconchada reposaban las rojizas tejas, tostadas por el sol, por el tormento. Por si nos quedamos en tinieblas aguardan las cerillas.
La vieja Atanasia espera sentada en el zaguán. Una destartalada mecedora se pasea de adelante para atrás con cada ráfaga de viento que viene y se va. El viejo Ramiro no volvía aún de la faena; eterna faena del solitario llanero.
¡Cuánta soledad! - dijo para sí la vieja Atanasia. Se sorprendía por primera vez, después de tantos años en el llano, de semejante soledad.
Nunca había querido, no, la vieja Atanasia. Le contaron que había nacido en la ciudad, pero para ella la eterna sabana era su única cuna. No, nunca había querido la vieja Atanasia. Sentía respeto por sus padres, admiración por los criados y jornaleros; cierta empatía hacia la vieja negra Amapola, lástima por quienes acabaron con su familia y la vieja hacienda, compasión por el viejo Ramiro. Pero amor, no. Nunca amor por nadie. Sólo amor a la sabana. A esa su tierra, su llano, su brisa; su suave brisa y paciente silencio. Nunca le había preocupado el querer, y hasta el día del gran incendio no había hecho mella en su corazón el dolor ni la pena. No tuvo hijos, ni quiso tenerlos. Y el viejo Ramiro, ah, el viejo Ramiro. Pobre viejo Ramiro, tan atento en los años mozos, tan fiel en el matrimonio, tan trabajador y respetuoso... tan soñador. Siempre tan paciente, esperando día tras día, año tras año, la cosecha de un amor tan laboriosamente sembrado.
Ah, pobre viejo Ramiro -pensó-, ¿qué hará cuando yo ya no esté?
La vieja Atanasia canturrea en su mecedora. Nació sin corazón. No latía su corazón cuando nació. Y ahora, después de 70 años, sigue sin latir. Sólo el día del gran incendio dio un revolcón su corazón. Esa su tierra, había muerto. La que crecía ahora ya no era la misma. La mató. Ella la mató.
La vieja Atanasia canturrea sola en su mecedora. ¡Cuánta soledad! -se dice otra vez.
Las sombras que trae el atardecer ya van cayendo sobre el tejado; tostado y rojizo tejado. Todo es quietud. El viento ha dejado de soplar. Y la vieja Atanasia murmura: "si nos quedamos en tinieblas".
El viejo Ramiro no ha llegado de su faena; eterna y solitaria faena. Pero Carabina, su viejo caballo, sí. La noche se cierne pronto sobre la sabana y la vieja Atanasia sola en el zaguán se dice: "si nos quedamos en tinieblas". Lentamente y con el temor de la cruel certidumbre, atraviesa a tientas el zaguán hasta llegar a la cocina.
Las cerillas esperaban en una cajita para ser encendidas si nos quedamos en tinieblas. Cuando la vieja Atanasia abrió la caja no había nada. Todo era penumbra. La cajita estaba vacía, y ella ahora perdida. Sintió un tremendo frio dentro de su ser. Entonces comprendió cuánto quería al viejo Ramiro. Pues saldría allí, sola, a la sabana -la eterna y solitaria sabana- a tientas o con la luna de compañía, y lo encontraría. Saldría allí, en medio de la lluvia y la tormenta, con sus finas y débiles piernecillas, y caminaría a través del llano hasta encontrarlo. Se había quedado sin luz, en tinieblas, pero comprendió entonces que la luz del pobre viejo Ramiro la guiaría.
Salió a la nada, sin nada. La lluvia cayendo ante sus ojos y un deseo férreo en su corazón. Lo quería, a pesar de todo. Hasta ese momento la sabana había sido su querida y respetada amada, pero esa noche se había convertido en una cruel y conocida enemiga.
Ah, el viejo Ramiro -pensó-, ¿qué hará cuando yo ya no esté?
Caminó, muy despacio, cruzando la verde y ahora inundada sabana bajo la tenue luz que desprendía la luna en esa noche fría... hasta que le vio allí, a orillas de un morichal. Un pequeño bulto a orillas del morichal. Y llegó, después de un largo y pausado recorrido, llegó. Y entonces comprendió que sí le había querido. A él; lo había querido, aunque su corazón no lo hubiese sabido hasta ese momento. Y lo había matado. También a él lo habia matado como el día del gran incendio. El pobre viejo Ramiro había claudicado, se había cansado de esperar día tras día, año tras año, esa cosecha de un amor que tan laboriosamente había sembrado.
La vieja Atanasia pensó, ¿por qué tanta soledad?. Entonces se acostó junto al pobre viejo Ramiro, le abrazó y le dijo muy cerquita del oído: "Viejo, siempre te he querido".
Los dos habían cerrado sus ojos, pero su corazón seguía latiendo, en medio de la sabana, en la soledad, eterna soledad del llano; dos corazones que nunca fueron uno, pero que lo eran ahora sin saberlo. Latían y cabalgaban como caballo desbocado. Y en la lejanía, la voz de un solitario llanero cantaba: lucero de la mañana préstame tu claridad para alumbrarle los pasos a mi amante que se va...